La caricatura en la esencia del arte del siglo XX

Un rasgo eminente de los productos artísticos del siglo XX es su extendido carácter caricaturesco. Un viaje relámpago por las cumbres del arte nos muestra una y otra vez la caricatura de algo que en otro tiempo fue trágico, sublime, grandioso, cómico o noble: El proceso de Kafka, las Señoritas de Avignon de Picasso, el Wozzeck de Alban Berg, el Godot de Becket, la Petruchka de Stravinski, las figuras filiformes de Giacometti, los negros de Faulkner, el Mandarín de Bartok, los autorretratos de Van Gogh, los dramas de Brecht y Valle-Inclán, son caricaturas; lo mejor del siglo XX es caricaturesco. La esencia de la caricatura participa de la esencia del arte del siglo XX.

Tan implicada está la caricatura en nuestro modo de re presentarnos que es legítimo suponer a las escuelas formalista, abstracta, geométrica o conceptual Mondrian, De Stijl, Malévich, el constructivismo, Rothko, la abstracción lírica, Gris, el cubismo, así como sus correspondientes parejas musicales, Webern, los serialistas, los aleatorios, o literarias, el nouveau roman, el vorticismo, el letrismo, el Oulipo, como un recurso desesperado del arte del siglo XX para sortear la caricatura inevitable en cualquier representación figurativa. La seriedad del arte formal y abstracto tiene un grandísimo empaque.

El fenómeno de la caricatura generalizada también daría cuenta de la insatisfacción que nos produce una pintura imitativa como la de Antonio López, o la de Hopper a pesar de su innegable calidad; o la desazón que sentimos ante el costumbrismo literario de algunos autores como los realistas americanos y españoles a los que, sin embargo nadie puede negar el oficio; o esas casitas de Krier y esos palacios de Bofill que han tratado de esquivar la caricatura constitutiva de lo actual mediante el recurso a una nostalgia perversa e impotente. Las representaciones realistas y figurativas no deforma das por la caricatura, independientemente de su calidad técnica, suscitan la inquietante sensación de un anacronismo.

El primero en observar la importancia que iba a adquirir la caricatura en el arte occidental fue Baudelaire. Hacia 1855 escribió una serie de artículos en los que distinguía con agudeza lo grotesco (que él llamaba «lo cómico absoluto») y lo «cómico significativo» dos modos caricaturales de representar. El primero es el modelo clásico de deformación y exageración moralizante que se encuentra en todas las culturas, primitivas o modernas, asiáticas o africanas. Los sátiros calvos de picudo miembro en el arte heleno, o los demonios tu telares japoneses por ejemplo. Pero el segundo es el estilo propio de la caricatura moderna, la cual posee un carácter peculiar.

La caricatura es un fenómeno de la era moderna. Lo grotesco es un género clásico que aún permanece intacto, por ejemplo, en Leonardo da Vinci, en los fisiognomistas barrocos o en Goya. Pero la caricatura es algo aparte, porque sólo se puede producir allí donde una muy amplia clientela es capaz de comprender, no ya las deformaciones o exageraciones del modelo, sino la negación, la crítica inmediata y sin matices, ínsita en la caricatura. La caricatura exige sociedades masivas y de alguna manera democráticas. Es un proceso, el de lo caricatural, que comienza durante las guerras de religión con las execraciones mutuas de luteranos y católicos, alcanza su momento más puro en las espléndidas caricaturas de las campañas napoleónicas, y se expande universalmente a todas las prácticas artísticas durante nuestro siglo.

A la difusión espectacular de la caricatura moderna ha contribuido no poco el hecho comprobado por la psicología (Ryan y Schwarz, 1956) de que es más fácil reconocer la caricatura de una mano (la mano deforme y con tres dedos del ratón Mikey, por ejemplo) que la fotografía de una mano, fenómeno muy significativo que debiera llevarnos a reflexionar más inclinadamente sobre lo que solemos llamar «realismo». La desemejanza, la distancia entre el modelo y la copia que una cultura puede admitir como «real», puede examinarse en esta serie progresiva de anécdotas:

(Momento platónico). Ante el disgusto y las protestas de la familia Médicis tras descubrir sus poco favorecedores re tratos en la Sagrestia Nuova de Florencia, Miguel Ángel replica: «Dentro de mil años a nadie ha de importar el aspecto de vuestras mercedes.»

(Momento cartesiano). Ante el disgusto y la protesta de un cliente tras descubrir su retrato en el estudio del pintor Max Libermann, éste replica: «Su retrato, señor marqués, se le asemeja mucho más de todo cuanto usted pueda llegar a asemejarse a sí mismo.»

(Momento caricatural). Ante el disgusto y las protestas de Gertrude Stein tras desenvolver su retrato en su casa de París, el pintor Picasso replica: «No te pongas así, mujer; ahora no te pareces mucho, pero ya te parecerás.»

El progresivo triunfo de la caricatura es el triunfo progresivo de una nueva «semejanza» cuya verdad no está ni en la Idea, ni en el sujeto representante, ni en el objeto representado. Está tan sólo en la propia y autónoma pintura. La distancia entre el modelo y la copia se vuelve infinita, pero es un infinito distinto al del modelo platónico: el infinito de la caricatura es un infinito negativo que juega a favor de la caricatura. La caricatura siempre es más interesante que el caricaturizado. Así que el modelo debe hacer lo posible por asemejarse a su caricatura. Es el comportamiento habitual de los ídolos populares, como el cantante Michael Jackson, o de algunas figuras de la política, las cuales deben imitar a sus teleñecos si quieren ser reconocidos.

Aunque la caricatura, en su versión moderna, es sobre todo una herramienta de propaganda política, en muy pocos años penetró dentro del terreno del arte. Hay, por ejemplo, un deslizamiento evidente desde algunas caricaturas de Daumier hasta las pinturas juveniles de Cézanne; hay una puerta secreta que conduce de Rowlandson y Hogarth a Georg Grosz y los neoexpresionistas alemanes. Hay pasillos de Rabelais y Cervantes a Sterne y Moliére, así como de Sterne a Dickens, o de Gógol a Nabokov.

Ahora bien, destaca Baudelaire la sorpresa de que ese arte caricatural produzca risa o diversión cuando debiera producir miedo o compasión. Deduce el poeta que ello es debido a que la caricatura, como lo cómico en general, nace de una balanceada dialéctica entre nuestra necesidad de sen timos superiores y nuestra conciencia de ser inferiores. Sin haber leído la sección que Hegel dedica a la comedia antigua en su Fenomenología del espíritu, Baudelaire llega a parecidas conclusiones.

Creo que puede exponerse la cuestión como sigue: en aquellas culturas en las que aún subsiste un ámbito de autoridad indiscutible, sea la monarquía, la divinidad, la naturaleza, o cualquier otro augusto asunto, la caricatura y lo cómico no tienen espacio para significar. Es lo propio de la Ilíada, pero también de la Biblia. Sin embargo, cuanto más reducido es el ámbito del respeto, mayor es el espacio que se abre a la caricatura. Su espacio ideal es, en consecuencia, la sociedad democrática y masiva.

Me he referido al «ámbito del respeto», y no he escrito «el ámbito de lo sagrado», pues lo sagrado admite perfecta mente el humor y la caricatura; he escrito «el ámbito del respeto», es decir, de aquellas intuiciones que los humanos sostenemos con el propósito de que no todo dependa de nuestra voluntad, de que no todo nos esté sometido. El ámbito de lo respetable es el ámbito de aquello que cae fuera de nuestra jurisdicción y lejos del alcance de nuestra inquietante fuerza transformadora.

Muchos han sido los ámbitos de respeto clásicos: la ancianidad, los parajes boscosos, la locura, los cementerios, el silencio, los lugares de aparición, los muertos, los hombres y las mujeres sabios, el amor conyugal, el decoro de los hombres públicos, los signos del cielo, la belleza de las mujeres y de los hombres jóvenes, ciertos animales de costumbres discretas, algunas piedras muy llamativas, un número limitado de árboles..., los respetos han variado mucho según las épocas y las repúblicas.

Pero nuestro tiempo no considera que quede ámbito alguno de respeto porque vivimos en el convencimiento de que todo sin excepción cae bajo nuestra fuerza de transformación y nuestra voluntad de poder, ... Dicho con mayor propiedad: aun cuando siga cayendo fuera de nuestro control lo mismo de siempre ( la vejez, la muerte, e dolor, la belleza, el sentido, el silencio, etc.), no podemos ya admitir tan sencilla verdad. Nos sentimos tan frágiles que si dudáramos un solo instante de nuestra omnipotencia, nos disolveríamos como ectoplasmas a la luz del sol.

Esa necesidad de la convicción de omnipotencia, sin la cual nuestras sociedades se paralizarían para proceder luego a una destrucción espeluznante, nos obliga a un sentimiento tal de superioridad que no deja lugar para ningún respeto. Por lo tanto, toda representación ha de ser caricatural, si es verdadera. Y sólo se puede huir de ella por la vía formal, abstracta, geométrica o serial, es decir, no representacional.

La caricatura es el modo dominante de la expresión artística del siglo XX porque es el más adecuado para exponer la patética pretensión de omnipotencia que exhibe uno de los animales más desvalidos del cosmos: el escomendrijo urbano-demócrata con el que se componen por adición las in formes masas de televidentes beneficiadas con dosis de votación cuatrianuales. Y comprendo que acabo de hacer una caricatura del hombre contemporáneo, pero es que estoy diciendo la verdad. Nuestra verdad.

Félix de Azúa.- Diccionario de las Artes.
Ed. Anagrama, Col. Argumentos. Barcelona 2002. Págs. 78-83

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